Cómo
engañan los ojos del cuerpo. Qué limitada es su visión. Siempre pienso
en eso cuando subo a un avión. Desde lo alto del cielo, la percepción
de las cosas cambia por completo. Me gusta subir sobre las nubes, sobre
las ataduras humanas, y confirmar que nadie puede limitar la libre
circulación de las partículas por el aire, el viaje del sonido por el
espacio ni la proyección de los rayos del sol a través de la atmósfera
de la tierra. Voy camino a Guatemala y el azul del cielo me obliga a
recordar el añil que tanto usó la cultura maya para decorar sus
hermosos palacios y sus grandiosas pirámides. Me acordé de Palenke y
Tikal, de Chichén Itzá y Calakmul, de ese color azul que representaba,
entre otras cosas, la intención de los mayas de encontrar la Puerta del
mundo en la oscuridad absoluta, donde habitaban los ancestros, la Cueva
de donde la Montaña Sagrada hizo brotar el agua del Inframundo y con
ella la Creación entera; en pocas palabras, la necesidad sagrada y
profana de ubicar el punto exacto en que los mundos, todos los mundos,
se comunican haciéndose uno. Me gusta esa idea. La idea de una
totalidad que a todos nos abarca, que a todos nos incluye y nos
mantiene unidos en un lugar en donde no existen las fronteras. Hace
tiempo que me estorban las fronteras. Si miramos desde lo alto del
cielo, es imposible distinguir la línea que separa Guatemala de México.
Desde la ventanilla observo el mismo paisaje pleno de follaje, la
misma vegetación, los mismos volcanes vigilantes del gran valle que
alberga la capital de Guatemala, similares a los que cuidan el Anáhuac
desde tiempos inmemoriales. Ambos colosos parecen representar la
presencia del principio masculino y femenino. En el valle de México los
llamamos Popocatépetl e Iztaccíhuatl. En Guatemala los llaman el Volcán
de Fuego y el Volcán de Agua. Fuego y agua, elementos sin los cuales la
vida simplemente no podría existir.
Al aterrizar y entablar mis
primeras relaciones con los habitantes de tan bella ciudad me
sorprendió la similitud que tenemos. Los mexicanos somos igual de
amables y delicados en nuestro trato que los guatemaltecos. Veo los
mismos ojos, los mismos rostros que en mi país. En uno de los trayectos
que hicimos por la ciudad, el taxista que nos conducía era una réplica
exacta de Armando Manzanero, sólo que no cantaba, o quizá sí, no me
atreví a preguntarle. Si bien es cierto que no debe de ser tan fácil
repetir el talento musical de nuestro gran compositor mexicano, es
igualmente cierto que don Armando fácilmente pudo haber nacido en
Guatemala, a fin de cuentas heredó los rasgos de sus antepasados mayas.
Y me pregunté en silencio ante tanta semejanza y cercanía: ¿Quién
decide las fronteras? ¿En verdad nos dividen? ¿Y los cuerpos? ¿En
verdad sólo albergan a una persona en su interior? ¿O cargamos con
miles de rostros, voces, murmullos, sonrisas y llantos dentro de
nosotros? ¿Pero en dónde? ¿En los genes? ¿En la memoria? ¿La memoria
está dentro del cuerpo? ¿O formamos parte de una memoria colectiva,
universal, integrada por los pensamientos de aquellos que han comido lo
mismo que nosotros, que han respirado el mismo aire, que se han
detenido a ver el mismo y hermoso cielo estrellado, que han bailado al
son de la marimba, que han soñado, que han amado?
Los mayas decían que
el universo no es otra cosa que una matriz resonante a la cual nos
podemos conectar para obtener toda la información del universo. Hasta
que surgió la web entendí este concepto plenamente. De lo que
los mayas hablaban era de una interconexión. Vivimos en un universo que
está totalmente conectado. No hay una sola partícula, por más pequeña
que sea, que no comparta información con las demás por medio de una
transmisión invisible y silenciosa. Los nuevos científicos nos hablan
ahora que las sociedades comparten pensamientos y que estos
pensamientos crean genes de información que organizan el comportamiento
de un determinado grupo social hasta que ese patrón de pensamiento
cambia y, con él, el comportamiento de todo el grupo social.
Cuando
conversé con los primeros guatemaltecos con los que tuve contacto no
podía dejar de preguntarme: ¿cómo es posible que dentro de esta
sociedad, que me es tan familiar por su trato suave y delicado, se
estén dando casos tan crueles y violentos de agresión sexual contra
mujeres en particular y contra toda la población en general? Me
resultaba literalmente imposible imaginar a cualquiera de las personas
que veía pasar violando, mutilando, asesinando a alguien. ¿Cómo era
posible la coexistencia entre un pueblo pacífico y una violencia tan
descarnada? No tuve respuesta inmediata y sólo me quedó aceptar que, a
pesar de toda la belleza, la dignidad y la grandeza del pueblo
guatemalteco, el problema existe y por desgracia aumenta, exactamente
igual que en México.
Llegué a Guatemala invitada por la
organización mundial de Médicos Sin Fronteras. Ellos trabajan en
clínicas en las que se atiende principalmente a víctimas de violencia
sexual. Hombres y mujeres. Niños y niñas. Desde el primer día en que
entrevisté a la primera víctima pude comprobar la eficacia de su ayuda.
Ellos reciben a la víctima y le dan atención inmediata. Como medida
precautoria, le proporcionan las vacunas pertinentes para evitar
enfermedades futuras, como puede ser la hepatitis C. En caso de que
haya que operar y restaurar tejidos, pasan a la sala de operación. Y
desde ese mismo instante se inicia la atención psicológica. Todo esto
de manera gratuita porque quienes trabajan para esta organización,
aparte de ser médicos en toda la extensión de la palabra, sólo buscan
aliviar el dolor y las enfermedades del hombre de una manera generosa y
desinteresada. Hecho que marca una diferencia radical y esperanzadora
en un mundo que casi nunca se ocupa de los desprotegidos, de los que
menos tienen.
El primer caso fue el de una niña de nueve
años a la que violaron en el interior de su casa y, por si la crueldad
de la violación fuera poca, fue ultrajada a la vista de sus dos
hermanos pequeños, de un año y medio y cinco años de edad, los cuales
fueron amarrados y amordazados. Tuvimos que ir a recogerla para
llevarla a la clínica porque la línea de camiones que acostumbraban
tomar estaba en huelga debido a los frecuentes atentados en contra de
los conductores que se han negado a pagar la cuota impuesta por grupos
de delincuentes. En el trayecto hacia el sitio donde nos esperaban la
niña y su familia, fuimos desviados de la carretera porque esa misma
mañana había sido asesinado otro chófer cuyo cuerpo inerte yacía en el
piso, justo al paso de nuestra caravana. Por fin pudimos llegar y
recoger a María José, su mamá -embarazada de cinco meses-, y sus tres
hermanos: una niña de siete, un niño de cinco y un pequeño de año y
medio. En un principio hablamos poco. La familia de María José había
caminado dos horas para poder llegar hasta el sitio del encuentro. Me
informaron que eso lo hacen cada vez que tiene que ir a la clínica. Dos
horas de caminata de ida, dos de regreso, más el tiempo que tarda en
pasar el camión que los transporta a la ciudad y los lleva de regreso.
En total, se puede decir que pierden todo un día. Sin embargo, la niña
no ha dejado de asistir a sus terapias, y se le nota. En nuestra
conversación no pudimos abordar directamente el tema de la agresión
sexual que sufrió, pues su psicóloga me informó que la niña no quería
revivir nuevamente el evento, cosa que comprendí perfectamente.
Respetando la advertencia, iniciamos una conversación sin problema. Mis
tiempos como profesora de educación preescolar me ayudaron a establecer
un buen contacto con María José. Le pregunté qué quería ser de grande y
me dijo que doctora. Yo le confesé que de niña había tenido ese mismo
deseo, y ahí encontré el tema que me permitió tratar de dejarle algo
que la ayudara en su proceso de sanación. La ayuda que recibe de su
psicóloga es muy buena, no hay duda, pero en mí surgió esa necesidad
humana de darle algo: una idea, una sonrisa, una mirada que fuera de
alivio. Le dije: ¿sabes, María?, yo no pude ser doctora, pero no
importa, estudié para educadora y fui muy feliz. A veces, uno cambia de
opinión conforme crece. Además, el cuerpo también cambia. ¿Ves esta
uña? No es la misma que hace mes y medio. Las uñas crecen, el cabello
crece, la piel se renueva? los pulmones, el corazón también, todas las
células de nuestro cuerpo cambian por unas nuevas. Tu cuerpo dentro de
unos años ya no va a ser el mismo. Ya no va a existir. Lo que perdura
es lo que uno recuerda. Eso no cambia a menos que uno lo decida. Uno
elige qué recuerdo guardar en la memoria. El día de hoy, por ejemplo,
voy a recordarlo siempre porque te conocí, porque vi la luz que tienes
en los ojos, porque en el camino a tu casa había una vegetación enorme,
unas flores que yo nunca había visto y que me encantaron. Yo podría
elegir recordar este día como el día en que vi a un chófer asesinado en
la carretera, pero prefiero guardar en mi memoria tu rostro, el de tus
hermanos, el de tu mamá. María, a pesar de sus nueve años, entendió
perfectamente de lo que hablaba, sus negros ojos brillaron y sé que
agradeció que la hiciera consciente de que con el tiempo iba a tener un
cuerpo nuevo, uno que nadie había violentado, y que el dolor, la
memoria, el recuerdo, podían transformarse. A partir de ese momento me
sonrió ampliamente y conversamos un largo rato. Al final le dije: "¿Hay
algo más que me quieras platicar?". Y me dijo con orgullo: "Sí, fíjate
que me saqué el primer lugar en mi grupo". Le felicité ampliamente y le
reafirmé la misma idea: "¿Te das cuenta de que eso nadie te lo puede
tocar? Nadie te puede quitar tu inteligencia. Ésa te pertenece siempre".
Más tarde conversé un
poco con su hermano Nemías Froylan, de cinco años, uno de los que
presenciaron el ataque en contra de su hermana. Le pregunté qué le
gustaría ser de grande, y sin dudarlo respondió: "Policía". "¿Y por
qué?", le pregunté, aunque era obvio el motivo. "Porque quiero decirles
a los malos que se vayan". "¿Y si no se quieren ir?". "Pues los saco a
balazos", dijo con firmeza. Así de claro.
Y así es como se
soluciona todo en la zona en donde se encuentra la clínica Periférica
llamada Paraíso 2, dentro de la zona 18, la famosa zona de los maras,
donde a diario muere alguien asesinado.
Esa noche, ya en mi
hotel, tuve que recurrir a todos los consejos que yo misma le había
dado a María José. Traté de imaginarla con un nuevo cuerpo: impecable y
luminoso, pero me lo impedía el pensar en la impotencia que debieron
haber sentido sus hermanitos al verla gritar de dolor. Yo recreaba en
mi mente toda la historia hasta llegar al llanto, pasando por la
indignación, el espanto, el dolor. Montones de preguntas me
atormentaban: ¿qué tipo de sociedad daña de esa forma a las mujeres,
sabiendo que son las que van a dar a luz nuevas generaciones? ¿A quién
le puede importar tan poco acabar de esa manera con el origen de la
vida? Al pensar en el atacante reflexioné: ¿a qué tipo de ser humano le
puede interesar quedar en la memoria de otro por medio de un acto de
semejante violencia? ¿Quién tendría esa enfermiza necesidad de ser
visto, aunque sea por un instante, aunque sea con horror, aunque sea
con odio, pero ser visto al fin? ¿Quién, sino alguien que hace tiempo
no forma parte de una colectividad, podría ser capaz de mutilar,
violar, decapitar a otro? Quién sino uno que hace mucho hicimos a un
lado y que nunca nos ha preocupado en realidad.
Tal vez ésa es la
respuesta: la separación. Quizá de ahí viene todo el problema. Nadie
puede agredir lo que considera suyo. Sólo quien se concibe como ajeno a
un grupo social puede atacarlo. Sólo quien se concibe separado,
desterrado, desamparado, puede ser capaz de ver como enemigos a sus
hermanos y asesinarlos. Sólo alguien que se siente desgarrado y
separado puede tener la sangre fría para desgarrar otro cuerpo y querer
permanecer en él para siempre, aunque sea como una mala memoria, como
una maldición, como una herida putrefacta.
Me pregunté entonces cuándo pasó al olvido el pensamiento maya del Inlakesh: "tú
eres yo, yo soy tú". Concepto que formaba parte de la cosmovisión de
las culturas ancestrales y que explicaba de una manera totalmente
adelantada a su época que no hay fronteras ni diferencias entre ninguno
de los seres que habitamos en este universo, pues estamos totalmente
interconectados. ¿Cuándo dejó de ser vigente ese pensamiento que les
permitió a nuestros antepasados alcanzar un desarrollo artístico,
espiritual y científico admirable? ¿Con la llegada de los
conquistadores? ¿O con la historia sangrienta de las dictaduras que
durante tantos y tantos años han masacrado a este país?
En ese momento acudieron a mi mente Myrna y Helen Mack. Ellas son la representación de este concepto maya del Inlakesh. Myrna
tenía una maestría en Antropología Social en la Universidad de
Manchester (Inglaterra). Entre 1987 y 1989 se dedicó a estudiar a la
población que había sido desplazada a causa del conflicto armado en
Guatemala. En 1990 publicó su libro Política institucional hacia el desplazado interno de Guatemala. Mientras
preparaba la segunda publicación sobre el mismo tema fue brutalmente
asesinada con 27 puñaladas por un comando especial del Estado Mayor
Presidencial. A partir de esa lamentable muerte, Helen tomó la decisión
de continuar con la labor que su hermana venía desarrollando y creó una
fundación que lleva el nombre de Myrna Mack. Existe tal simbiosis entre
las dos hermanas que con frecuencia se confunden sus nombres. La gente
le llama Myrna a Helen. Cuando imagino el momento en que Helen llegó al
lugar de los hechos y puso su frente sobre la de su hermana muerta,
estoy convencida de que el Inlakesh se hizo presente y permitió que una fuera la otra, y la otra, una.
Al día siguiente, sentada
en el comedor mientras esperaba a mis compañeros de aventura, seguí con
mis reflexiones y me pregunté: ¿qué fue primero, la gallina o el huevo?
¿Cuál es el origen de la ola de violencia que se vive en México y en
Guatemala? ¿De dónde surgen los maras? ¿Quién los amamantó? ¿En qué
parte de la mente colectiva -a la que todos estamos integrados- se
incubaron las primeras agresiones? ¿Es sólo el sistema capitalista que
con su inmoral discurso del dinero, competencia feroz e individualidad
mal entendida genera en gran parte esta violencia? ¿Es porque Guatemala
se ha convertido en un punto clave en la ruta para transportar cocaína
desde los Andes hasta Estados Unidos de Norteamérica? ¿Es porque los
narcotraficantes imponen su voluntad a base de violencia para
garantizar un ingreso económico desmesurado? ¿Es el afán de hacer
dinero a costa de lo que sea y de quien sea el que expresa la violencia
de una sociedad que ha dejado de lado a millones de personas que
terminan por dudar si podrán sobrevivir y dejar descendencia? ¿El
ataque a las mujeres, a las madres futuras, no significa un suicidio
colectivo? ¿Qué futuro pueden esperar quienes han sufrido una agresión
constante, quienes han sido desterrados, obligados a dejar sus tierras,
su manera de vivir, quienes presenciaron el genocidio indígena en
Guatemala? Entre 1960 y 1996 fueron asesinadas o desaparecidas más de
200.000 personas. En 1982 y 1983 se exterminaron unas 440 comunidades
indígenas como parte de una lucha anticomunista orquestada por el
Gobierno militar de Efraín Ríos Montt. Mataron a hombres y mujeres,
niños y niñas, destruyeron cultivos, animales, casas.
Sin duda,
éste es uno de los orígenes de la violencia, pero lo que me queda claro
es que los ejecutores del genocidio, los sicarios, los violadores, los
asesinos materiales y los institucionales pueden asesinar a sangre fría
debido a que no guardan la mínima conexión con su entorno. Actúan por
su cuenta, tal y como lo hace una célula cancerosa en el cuerpo humano.
Al perder la interconexión con el todo, lo que originalmente debía ser
un elemento de vida pierde el sentido de integración armónica y trabaja
para destruir al propio cuerpo que le dio origen. La pregunta obligada
es: ¿cómo se puede erradicar ese cáncer?
Interrumpí mis reflexiones porque
en la mesa de al lado un argentino ofrecía sus productos a un grupo de
indígenas guatemaltecos. Como la cosa más normal del mundo, la gente
pasaba a su lado y ni siquiera bajaba el nivel de voz. Se trataba de
chalecos, camisas y sacos, antibalas. Había de todos los tipos y de
muchos precios. Algunos -los más baratos- no les aseguraban a sus
futuros dueños detener el paso de la bala, pero la podían contener lo
suficiente como para que la cosa no fuera más allá de una costilla o
una clavícula rotas.
Yo me pregunto de qué sirve salvar la vida
de un cuerpo. ¿Es en el cuerpo o en la mente donde queda la herida?
¿Cuándo sana una mujer que sufrió una violación? ¿O una madre que
perdió a sus tres hijas de 12, 9 y 7 años? ¿Hay chalecos antibalas que
protejan el dolor de una pérdida? ¿Cuántos corazones atraviesa una
bala? ¿Cuántas familias mueren con un muerto? ¿Hay castigo para los que
destruyen lo más preciado: la fe en el ser humano, la confianza en una
congregación fraternal, en un cosmos aglutinante, en un espíritu
bondadoso? ¿Cómo recuperar la fe en la justicia si la mayor parte de
las denuncias de las víctimas de agresiones quedan paralizadas en
juzgados corruptos o ineptos y casi toda la violencia y la injusticia
se conserva impune, generando más y más resentimiento, más y más sed de
venganza?
¿Cómo recobrar la esperanza de que es posible salir del
infierno? Tal vez por eso en algunas zonas de Guatemala no hay más de
cinco cuadras en las que no se note la presencia de una iglesia
evangélica y mucha gente, como Aura, la mamá de las tres niñas
asesinadas, está convencida de que su mejor psicoanalista es Dios. Su
pastor comparte esa idea y le proporciona ayuda a cambio del diezmo.
La
señora Aura aún no puede hablar del asesinato de sus hijas. Le cuesta
cada palabra que sale de su boca. Durante nuestra entrevista tuvimos
varios momentos de silencio. Más bien me enteré de lo sucedido por un
reportaje periodístico. Ella vive en San Lucas, en un caserío realmente
retirado e incomunicado. Sus hijas Heidi, Wendy y Diana tenían que
cruzar a diario un camino boscoso para ir a la escuela, que quedaba a
siete kilómetros de su casa. Ahí fue donde las encontraron muertas. Al
parecer, Wendy fue testigo del robo que un mara apodado El Coche realizó
en la casa de su tía y lo denunció. El Coche amenazó con matarla y lo
cumplió. Durante las investigaciones se descubrió que también había
participado en el ataque contra las niñas Noé, el cuñado de ellas,
esposo de su hermana de 15 años. El machete con el que las asesinaron,
después de haberlas atacado sexualmente, fue encontrado en el pozo que
se encuentra junto a la casucha de tablones en donde vive Aura y los
restantes miembros de su familia. Durante el juicio que se siguió en
contra de los acusados tuvieron que exhumar a las tres niñas. Así que
Aura tuvo que desenterrar y volver a enterrar a sus hijas. Aún no
supera el duelo. La ayuda que ofrece Médicos Sin Fronteras en su caso
no ha sido tan efectiva, pues a Aura -por razones de lejanía- se le
dificulta enormemente asistir a sus citas. Prefiere asistir a la
iglesia evangélica que está frente a su casa.
Muchos son los que buscan
consuelo en la fe. Sergio, un hombre inteligente y sensible de 25 años
de edad, sufrió un abuso sexual en su infancia y la manera en que
intentó sanar fue ingresando en un seminario. Me comentó que no pudo
seguir con sus estudios porque no se sentía bien consigo mismo, de
alguna manera no se sentía digno. La formación sacerdotal que estaba
recibiendo no le ayudaba del todo a poner en orden su mundo interior
que había sido fuertemente dañado. Alguien le sugirió buscar la ayuda
de Médicos Sin Fronteras. Al principio se resistió, pues le informaron
que todas las psicoanalistas eran mujeres. Sin embargo, sus deseos de
sanar le hicieron superar ese prejuicio y asistir a la terapia. Sergio
dejó el seminario y ha trabajado admirablemente para enfrentar sus
heridas y aceptar que no hay nada condenable ni despreciable en su
pasado. Que lo que su cuerpo había experimentado en nada alteraba su
verdadero origen, su verdadera identidad. Sentada frente a él viendo la
calidez de su mirada, le pregunté si creía tener una fe auténtica en un
Dios amoroso, en un principio unificador de todas las cosas. No se
tardó en responder con verdad: sí, tengo fe. ¿Y cómo crees que ese Dios
te vería en este mismo instante? Se le humedecieron los ojos y me
contestó viéndome directamente, con una mirada profunda, tranquila y
limpia: ¡Con amor? Dios me vería con amor!
ese día en verdad agradecí
esas palabras. Nadie había mencionado la palabra amor durante sus
testimonios. En general, si somos sinceros, pocas veces al día
escuchamos la palabra amor y somos pocos los que nos atrevemos a
mencionarla. Como que lo aceptado socialmente y políticamente correcto
es hablar del infierno en que vivimos; del desastre económico, de los
muertos, de los descabezados, de los torturados, del narcotráfico, de
la destrucción ecológica, de que el agua se acaba, de que el planeta se
calienta y de que no hay futuro para nuestros hijos. Para ese día
después de haber escuchado y presenciado tanto y tanto dolor, me sentía
triste y deprimida, por eso también recibí como un regalo, como un
alivio, la visita que hice a casa de Cindy, una niña de 13 años que fue
violada por su padrastro y quedó embarazada de él. Yo me esperaba un
cuadro triste y desolador, una familia destruida y una niña sin futuro.
Para mi sorpresa fui recibida en una casa pequeña y humilde, donde se
respira afecto. Cindy está recuperada y en verdad quiere a su hijo. Me
sorprendió ver que lo mira como creo que Dios mira a Sergio. La vi
cuidarlo, atenderlo y protegerlo de la manera más amorosa. Su hijo es
un plácido bebé de seis meses que sonríe dulcemente. Quiero recalcar
que ha sido fundamental el apoyo que ha recibido Cindy de parte de Ana,
su madre. Sin él, su recuperación no habría sido igual. Su madre la
apoyó en todo momento. Denunció a su propio esposo y padre de la menor
de sus hijas y no se tentó el corazón para meterlo en la cárcel. Aceptó
también el deseo de Cindy de llevar a término su embarazo. La psicóloga
que la atendía le preguntó a Cindy si en verdad quería tener al niño y
luego de algunas sesiones ella decidió que sí, que en ese niño había
parte de su herencia genética, de la cual estaba orgullosa, y que
deseaba tenerlo. Cindy y Ana son mujeres fuertes y valientes que se
quieren y se apoyan. Ana está dispuesta a cuidar a Manuel Alfredo, como
se llama el pequeño, para que Cindy continúe con sus estudios. Y Cindy,
a ayudar a su madre para que pueda trabajar medio tiempo y sostenerlas
a ella, al niño y a Carla, su media hermana, que a su vez es tía
hermana de Manuel Alfredo.
Otro de los casos en donde pude
comprobar que cuando al tratamiento que ofrece Médicos Sin Fronteras se
le añade una dosis de solidaridad humana el resultado es sorprendente.
María es una trabajadora doméstica de 23 años que fue violada por un
vigilante cuando regresaba de la escuela. María es indígena y llegó a
trabajar a la ciudad de Guatemala cuando casi era una niña. La familia
que la acogió le permite continuar con sus estudios y la ha apoyado
incondicionalmente. En compañía de ellos, presentó su denuncia y acudió
a la clínica en donde Médicos Sin Fronteras ofrece su ayuda. María, por
su parte, muestra un gran carácter y deseo de superación. Trabaja por
las mañanas en las labores hogareñas y por las tardes asiste a una
escuela donde estudia para perito contador. Va de cinco de la tarde a
diez de la noche y estudia hasta la una o las dos de la madrugada. El
día en que la violaron regresaba de un examen final. Este dato me llamó
la atención, pues tal parece ser que cuanto más muestras de
independencia refleja una mujer, más se le intenta lastimar. De los
casos que entrevisté, todas las mujeres agredidas iban a la escuela y
sobresalían en sus estudios o, como en el caso de María José, al día
siguiente de su violación iban a coronarla como la reina de la escuela.
Lo
que los agresores no toman en cuenta es la fortaleza que puede haber en
el interior de una persona. Durante mi conversación con María, nunca
percibí el menor destello de temor en sus ojos. Se mueve con firmeza,
habla de su problema con fluidez y sin dolor. Piensa seguir con sus
estudios y algún día independizarse. Esa misma fuerza la percibí tanto
en Cindy como en María José.
No quise finalizar mi visita a
Guatemala sin hacer un recorrido por Chichicastenango. Me acompañaron
unas "mis amigas guatemaltecas", como acostumbran decir por allá. Me
gusta que coloquen el "mi" antes del sujeto. Fue un viaje mágico e
inolvidable. También visitamos la deslumbrante y conmovedora ciudad de
La Antigua, que debe su nombre a que fue la primera capital de
Guatemala. Como amante de las artesanías, disfruté al máximo con el
colorido de los trajes de las mujeres indígenas y nuevamente con la
similitud que guardan sus bordados con los mexicanos. Gocé al máximo de
la comida; de la manera en que los ritos ancestrales permanecen y
conviven con los ritos de la Iglesia católica, de los chamanes con sus
velas, sus flores, sus sahumerios; de la presencia del futuro, pasado y
presente integrados en un mismo día alegre y luminoso. El viaje se nos
hizo corto, no paramos de hablar de cómo se puede solucionar el grave
problema de violencia que aqueja al mundo. Gracias a ellas me enteré de
la cantidad de gente que trabaja a favor de la paz dentro de Guatemala.
Conocí empresarios responsables que están ayudando a crear pequeñas
industrias ecológicas dando trabajo y educación a niños indígenas.
Seres humanos que son conscientes de que la mejor manera de hacer
negocios o de hacer política es a través del amor.
Coincido totalmente con
ellas, pues con tristeza tenemos que aceptar que los seres humanos no
hemos podido erradicar los crueles actos de violencia en contra de las
mujeres a pesar de la labor extraordinaria de Myrna y Helen, a pesar
del maravilloso trabajo que el fiscal del Tribunal Supremo español,
Carlos Castresana, realiza al frente de la Comisión Internacional
Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), a pesar de la Coordinadora
Nacional para la Prevención de la Violencia Intrafamiliar y contra las
mujeres (Conaprevi), a pesar de Irma Alicia Velasquez Nimatuj y su
apoyo a los pueblos indígenas, a pesar de las madres de familia que día
a día luchan por proteger a sus hijos, a pesar de las organizaciones
feministas.
Organizaciones van y organizaciones vienen. Profetas
van y profetas vienen y aún no hemos podido evitar los ataques y los
asesinatos porque creer es crear y mientras sigamos creyendo en la
violencia como manera de solucionar nuestros problemas, seguiremos
creando violencia. Y la violencia provoca miedo, y el miedo,
desconexión, y la desconexión, deseo de no pertenencia a un grupo
social. Desde mi punto de vista, el cáncer que ataca a Guatemala y a
México es un cáncer que no va a desaparecer sólo con nuevas leyes y
nuevas penalizaciones, sino con una nueva manera de mirar la realidad
que nos regrese al concepto del Inlakesh: lo que te hago a ti
me lo estoy haciendo a mí mismo porque somos uno. Lo que quiero para mí
es lo que a ti te doy. Recuperar esa sabia manera de concebir el mundo
que los mayas tenían seguramente nos ayudaría a vivir de manera
pacífica. Curiosamente, en el budismo se le llama maya a la ilusión que
provocan nuestras percepciones. Buda pudo despertar del sueño cuando
cerró sus ojos. Fue en ese estado de meditación cuando supo quién era y
restableció su conexión con la fuente que lo creó -la misma que nos
mantiene a todos en unión-. La invitación sigue ahí, las palabras de
los profetas siguen ahí, en ese campo de información que nos rodea.
Sólo tenemos que entrar en contacto con él para, al igual que los
mayas, ver más allá de nuestros ojos y darnos cuenta que formamos parte
de un todo indivisible. Deseo que esteaño que comienza recordemos
nuevamente a un hombre que hace miles de años nos invitó a amar a
nuestro prójimo como a nosotros mismos y lo hagamos realidaden nuestros
corazones. Que las lágrimas de dolor de nuestros hermanos sean como el
agua que la Montaña Sagrada hizo brotar del Inframundo para garantizar
la vida, una vida renovada en el interior de la cueva, en el fondo de
los ojos, en el centro de la pupila, una mirada de luz que nos permita
unificar los mundos, todos los mundos.
TESTIGO DEL HORROR
Éste es el sexto
reportaje de la serie con la que ‘El País Semanal’ y Médicos Sin
Fronteras se acercan a los conflictos olvidados. Precedieron a Laura
Esquivel John Carlin, Juan José Millás, Mario Vargas Llosa, Sergio
Ramírez y Laura Restrepo.